martes, 29 de abril de 2008

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Ausentes míos:

Después del descalabro crónico aquel que se deshizo con aquella tormenta veraniega, me vi (por causas familiares a mi voluntad) obligado a esconderme en los caminos de la mal llamada América de los extraviados americanos. En una de esas vueltas dubitativas que traen los buenos caminos, encontré a una pareja de sabios muy singular. Uno, de baja estatura y voz rasposamente alta, llevando un tomo de Cervantes bajo el brazo, urgó hasta las esquinas más escondidas de mis ideas acerca del Argentino. Ella, la otra, hablaba en esa lengua de revueltas vocales que no se pronuncian llamada francés. Una voz que no localizaba, como si viniera desde adentro de mis oídos, me cantaba que no hay peor maldición que la del descendiente. Finalmente, me dieron ambos las coordenadas que me ayudarían a encontrar un supuesto refugio para errantes extranjeros bajo su intelectual jurisdicción.

Supuse que nada podía ser peor. Supuse mal, sin duda.

La tierra prometida no era más que un valle de amazonas pseudo-católicas varias, algunas guerreras, otras pensantes, otras-

Acerca de esto debo extenderme más, porque un año creo haber estado encuevado junto a esa Calypso, y un año en una página es un atrevimiento deshonroso que no quiero imponer a mi debilitada voluntad de escritor frustrado. Solo deben saber que he escapado. Que me llegan a diario noticias de todos. Que me dirijo hacia el sur (siempre el Sur) siempre con la absurda ilusión de regresar a casa, con la vana ilusión siempre de que llegar a casa será mejor que salir de ella.

Afuera deben ser las seis, pero igual debería ser primavera y no lo parece.


RL